MARIA CORINA Y LA ESPERANZA
María del Carmen Maqueo Garza
Este viernes, como cada viernes de mi vida, en los últimos cincuenta años, cuando escribo la columna periodística del domingo, comenzó de una manera muy distinta a la habitual. Lejos de dialogar conmigo misma sobre los contenidos a tratar en la colaboración, llegó como rayo una noticia que partió en dos mi habitual hábito creativo de este día: ¡María Corina Machado ha ganado el Premio Nobel de la Paz 2025! Me alegré como si ella fuera mi hermana, con un gozo indecible. Cometí varias locuras y transgredí algunas reglas de redes sociales para difundir la noticia, y no podía menos que dedicar a ella esta columna dominical.
La venezolana de 58 años de edad, ingeniera industrial de formación, se ha caracterizado por una trayectoria política muy destacada. Desde hace más de veinte años ha fundado y coordinado diversas asociaciones que pugnan por recuperar la democracia en un país que desde 1999, con la llegada de Hugo Chávez al poder ha transitado hacia una dictadura, que se ve plenamente consolidada con el actual mandamás Nicolás Maduro.
Las razones por las que el Comité del Nobel decidió otorgarle la prestigiada presea fueron tres: La primera es porque supo unir la oposición de su país, de modo que la llevó a ganar las elecciones del 2024, aunque, lógico, Maduro se negó a reconocer su triunfo en las urnas. Dicha oposición había estado profundamente dividida y ella logró consolidarla en una sola fuerza en torno a su persona. En segundo lugar, porque ella nunca cejó en su resistencia contra la militarización de Venezuela, aun a riesgo de su propia vida. En sus mismas palabras, según comunicado de CNN, era una elección entre votos o balas, lo que no la arredró en sus propósitos, tanto así la fuerza de su decisión. La tercera razón es porque ella ha sabido apoyar la transición hacia una democracia en un país donde el régimen no ha reparado en la vulneración de los derechos humanos de los votantes de oposición.
María Corina Machado Parisca representa cualidades dignas de exaltar: Ha creído firmemente en el cambio y ha apostado con inteligencia por lograrlo. Trabaja por la democracia para los suyos, desde diversas trincheras y de modo incansable. María Corina es profesional, esposa y madre, que se da el tiempo y consigue la energía para no desfallecer en su lucha por la democracia, dentro de un régimen que es –muy probablemente—el más inexpugnable de toda América Latina. Ella nos llama a todos, cada uno desde su pequeño entorno personal y social, a trabajar por sistemas de gobierno justos, equitativos, simétricos, en los que los gobernantes pongan muy por delante del discurso el sobrio ejemplo para convencer.
Como mujer me siento muy, pero muy feliz de este otorgamiento. María Corina es ejemplo para todas quienes vivimos convencidas de que la paz y la justicia son piedras angulares en cualquier sistema de gobierno exitoso, cuyos logros se miden en términos de satisfacción profunda y duradera de los votantes y sus familias. Satisfacción que deriva de logros como la elevación de la calidad de vida general, con cobertura de las necesidades fundamentales de alimentación, salud, educación, oportunidades de trabajo, desarrollo de identidad y de realización personal.
Vivimos en un mundo cada vez más violento. No hay que ir lejos para corroborarlo. Simplemente abrimos cualquier página de cualquier diario y vemos la cantidad de titulares grandes y pequeños que hablan de conflictos, de arrebatos, de violación a los derechos de otros. Un mundo habitado por todos nosotros, que cada vez nos sentimos más amenazados, y por tanto agredimos. Que caminamos exigiendo el respeto de nuestros derechos, hasta el último de ellos, pero no nos detenemos a considerar que cada derecho lleva implícita una responsabilidad que, en apego a la justicia, nos tocaría cumplir con el mismo celo con que exigimos que se nos respete. Es un mundo que a ratos nos desanima y descorazona, y llegamos a pensar que no tiene remedio, que así son las cosas y que hay que aceptarlas y resignarnos… Pero entonces llega alguien como María Corina a decirnos que nada, que nunca, que de ninguna manera podemos darnos por derrotados, sin haber dado hasta lo último de nuestro ser por esos elevados ideales de transformación y paz para todos.
Con María Corina y su reconocimiento universal toma nuevos bríos la esperanza de todos, en particular los latinoamericanos que vivimos con la sombra del caudillo amenazando la prometedora claridad de nuestros niños. La felicito, me felicito y me animo a seguir adelante, ahora con más entusiasmo, en esos propósitos de hacer de nuestros países latinoamericanos, tierras de hombres y mujeres de bien, dispuestos a labrar entre todos nosotros, cada uno desde su pequeño espacio de influencia, una paz duradera.
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REFLEXIÓN CAMINERA
María del Carmen Maqueo Garza
Estoy viviendo una etapa muy singular de mi existencia, forjada por el paso del tiempo y el hecho de seguir aquí, con vida y una salud tal, que me permite cumplir sin dificultad mis propósitos cada día.
Volteo hacia atrás y descubro que han sido muchos los compañeros de camino que han partido. Unos por razón de su edad, otros por enfermedades o accidentes lamentables. Ya no están a mi lado como antes, pero conservo de ellos la esencia, esa que permanece aun cuando alguien no está presente.
Miro a los lados y alcanzo a observar cómo, a estas alturas del partido, todos somos compañeros de viaje con un equipaje similar. Venimos cargando conflictos no resueltos, achaques del cuerpo y quimeras del alma que a ratos amenazan con entorpecer la marcha. Es entonces cuando entiendo que la mejor manera de seguir adelante es hacerlo abrazados unos a otros, hasta construir una fortaleza común, prendiendo juntos a enfrentar nuestras limitaciones con un poco de sentido de humor y algo más.
Hoy entiendo que lamentar los tiempos que no supe aprovechar no lleva a nada. Decido entonces capitalizar el presente para hacer de este un tiempo único que me rinda dividendos de aprendizaje y dicha.
Nadie nos dijo que la vida fuera solamente miel sobre hojuelas. Aun así, con sus altas y sus bajas, es una oportunidad que se nos da para probarnos de qué estamos hechos. Probarlo, no frente a otros ni por hacer historia. Frente a nosotros mismos nada más.
¡Tenemos tantos maestros por el mundo! Ese niño pequeño cuya risa nos invita a creer que la vida no tiene por qué ser tan seria. Nos enseña el arte de vivir, haciendo de las cosas más sencillas una fiesta para el espíritu. Creando música a partir del viento, de una caída de agua o el trino de las aves.
Hoy, cuando llevo andado más de medio camino, pido al cielo que me enseñe cada día a ser más simple, contenta, alegre y compartida, como son los niños pequeños antes de aprender lecciones que más delante los limitan.
Deseo desarrollar más y más mi capacidad de asombro frente a los portentosos milagros de la vida, aprender cómo mirarla, de forma que todo se convierta en motivo de gozo, y mi día a día se llene de sorpresas.
Que consiga disfrutar a fondo lo que llevo en mi lonchera de viaje, sin distraerme tratando de averiguar qué hay en las de mis compañeros de camino. A cada cual le ha sido dado el alimento que mejor lo nutre y satisface, solo que a veces tardamos media vida en entenderlo.
Que viva yo el gozo de alegrarme con lo que tengo, de modo de sacar el máximo partido de cada cosa y ser tan feliz como nunca podría haber sido. Pues el par de anteojos que elegimos ponernos define el color del panorama.
Quiero decirle a la vida gracias, gracias por las cimas que me han permitido apreciar valles, lagos y exuberantes bosques. Pero también gracias, muchas gracias por las hondonadas y los pantanos. En cruzarlos y salir de ellos he aprendido a conocerme, a medir lo que tengo para salir adelante y a disfrutar el gozo de lograrlo.
He tenido justo lo necesario para andar mi propio camino, nada me ha faltado. Sí, es verdad, mucho he desaprovechado; en ello he aprendido lecciones muy redituables, que han dejado en mí valiosas enseñanzas. Nada ha sido injusto, puesto que cada hecho y toda situación fueron grandes experiencias para el espíritu.
Vida: Gracias por lo que soy, por lo que he aprendido, por lo que aspiro aún a lograr. Ese propósito me pone en pie cada mañana con todo el entusiasmo, para seguir adelante por este día. Y así mañana y pasado mañana, mientras corra la sangre por mis venas.
Gracias por regalarme la palabra escrita con la que aspiro a tocar la vida del desesperanzado, del que no halla una razón suficiente como para saltar de la cama cuando comienza el día. Esta herramienta maravillosa que me permite crear lazos y puentes, para acrecentar la cadena de locos que animamos al mundo a bregar en contra de la tristeza y del sentido común.
Sé que estoy donde debía de estar en este momento. Doy gracias a la vida por ello y me propongo no defraudarla, ni de pensamiento ni de palabra ni de obra. Con cada amanecer que despliega sus tonos de luz en las fauces de la noche, hasta anularla, y nos lleva a creer. Con cada ocaso que invita a la serena contemplación de Dios en toda su grandeza. Con ese plenilunio otoñal que nos deja sin aliento. Con cada latido del corazón, redoble de tambor con el que la vida invita a marchar, siempre a marchar.
Gracias por permitirme entender el mundo desde el silencio interior. A comprender que soy muy afortunada por el aquí y el ahora que me construye cada día. Y por la paz que acompaña mi oración en los momentos cuando cierro los ojos con plena confianza y digo “va”.
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INDIFERENCIA Y CAOS MUNDIAL
María del Carmen Maqueo Garza
En este día está por concluir la Asamblea de la ONU convocada en Nueva York para conmemorar el octogésimo aniversario de su fundación, que se cumple el próximo 24 de octubre. Como pocas veces a lo largo de su historia, me atrevo a decir, la situación ha sido tan conflictiva y ríspida como en esta ocasión cuando, asuntos como la guerra en la franja de Gaza, la invasión rusa a Ucrania y el cambio climático han generado divisionismo entre los 193 países miembros de la Organización. Tópicos tales como el desarrollo bélico de las grandes potencias, los fenómenos derivados de la migración; el desarrollo de una salud preventiva frente a enfermedades transmisibles, y las consecuencias debidas al cambio climático habrán ocupado las principales agendas de discusión.
Tzvetan Todorov fue un filósofo búlgaro fallecido en el 2017. Estudioso del totalitarismo y la democracia, y muy enfocado hacia los fenómenos sociales que rodean a los movimientos migratorios. En alguna de sus obras expresó que la identidad de la especie reside en el hecho de que podamos ser diferentes. Esto aplica particularmente cuando se trata de naciones de distinto origen, con convicciones religiosas o políticas diferentes, que buscan llegar a un acuerdo entre las partes. Justo, los conflictos inician cuando las metas que persiguen dos facciones son incompatibles, de manera que cada una luchará por hacer prevalecer lo propio. No puede lograrse avance si ninguno de los dos accede a cambiar en algo su postura original.
Durante la ceremonia de recepción del Premio Príncipe de Asturias concedido a Todorov en el 2017, él expresó que antes de este siglo nunca se había dado un encuentro tan amplio y diverso entre individuos y pueblos del mundo. Hizo hincapié en los orígenes de la migración entre países, ya sea por cuestiones de seguridad secundarias al terrorismo, oportunidades de trabajo o necesidades económicas. Señaló que, de acuerdo con el alto comisionado de la ONU, por cada centímetro de elevación del nivel de los océanos habrá un millón de desplazados en el mundo, a la luz de lo cual podemos afirmar que en este 2025, el problema es grande y se requieren soluciones conjuntas y decididas para enfrentarlo. Señaló que todos los países establecen diferencias entre naturales y extranjeros, y que esto nos atañe a todos, porque en uno u otro momento todos somos extranjeros en potencia. De manera tal, que como acogemos a los otros, a los diferentes, manifestamos nuestro grado de civilización, y que solamente los bárbaros son los que consideran que los otros pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio. Antes de concluir insistió en que ser civilizado no necesariamente significa tener muchos títulos académicos, sino ser capaces de reconocer plenamente la humanidad de los demás, saber ponernos en su lugar, como si nos viéramos a nosotros mismos desde fuera, y tenemos la obligación de dar un paso extra hacia un mundo más civilizado.
Por su parte Erich Fromm, psicoanalista alemán, refiere que la incapacidad del ser humano para amarse a sí mismo deviene más delante en problemas morales en la estructura social. Lo dice con estas palabras: “Nuestro problema moral es la indiferencia del hombre consigo mismo”. Y, como se presentan las cosas en la actualidad, tal parece que prevalece en gran medida la indiferencia de unos para con otros y a todos los niveles: Desde la propia familia, los grupos con los que interactuamos localmente; la relación entre autoridades y gobernados, y finalmente entre naciones. Partimos del interés propio para determinar modos de comportamiento, mostrándonos poco dispuestos a cambiar nuestra forma de actuar. Llegamos a considerarnos ajenos de responsabilidad frente a la problemática que no sea estrictamente propia, lo que genera sociedades indiferentes, que poco aportan para beneficio de los demás.
La ONU fue fundada en 1945, firmada por cincuenta y una naciones, tras la devastación moral y material que provocó la Segunda Guerra Mundial. Ahora, ochenta años después, vuelve a ser igual de urgente. La población mundial ha crecido, y con ello los problemas inherentes al desarrollo de pueblos y naciones. En palabras de António Guterres, secretario general de la organización, a través del trabajo conjunto se busca conseguir los objetivos marcados en la Carta de las Naciones Unidas: la paz, la justicia, el respeto, los derechos humanos, la tolerancia y la solidaridad.
Que no se queden los propósitos en el discurso de nuestros representantes ante la Asamblea. Hagamos propios esos principios y apliquémoslos en nuestro entorno personal y social, trabajando por reconocer al otro, que de entrada nos resulta diferente, como si nos viéramos a nosotros mismos desde afuera.
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CINISMO Y VALÍA
María del Carmen Maqueo Garza
Quienes nos comunicamos a través de la palabra escrita, en sus muy diversos géneros, solemos ir por la vida atentos de lo que sucede en derredor nuestro. Muchas veces es una simple conversación que escuchamos de manera casual, lo que detona una cascada de ideas que finalmente deviene en un texto que trabajamos y más delante publicaremos.
Tal fue mi caso esta mañana, cuando preparo la colaboración periodística semanal para varios periódicos. A punto de salir de una farmacia llegó a mis oídos la plática que sostenía un joven repartidor de comida a domicilio con la cajera: “Nombre, me fue cerrando el paso, y luego nomás aceleró, siempre burlándose de mí”. La voz del joven se escuchaba quebrada, hasta diría yo, que poco le faltó para llorar. La chica lo escuchaba con atención, bendito Dios, así al menos pudo él desahogar parte de ese nudo interno que lo sofocaba. Fue todo lo que capté al pasar, suficiente para imaginar el cuadro completo partiendo de lo que el chico narraba.
Una cosa es cierta: Nunca voy a conocer en realidad la escena verdadera. No me atreví a interrumpir sus palabras con el propósito personal de enriquecer la historia. Hubiera sido insensible y poco ético, y había que respetar su momento de crisis. Lo escuchado fue suficiente para engarzarlo con otras historias conocidas, que me llevaron a querer escribir sobre la existencia del cinismo en nuestra sociedad, desde las más altas esferas políticas hasta los pequeños hechos cotidianos que todos vivimos, y que tal vez también generamos.
Hay que imaginar que actitudes cínicas ha habido desde siempre y en todos los niveles. Podemos hablar de las que suceden en nuestros tiempos y de las cuales consta evidencia, pero nada más. Personajes que desacatan las reglas, que violan con flagrancia lo establecido, hasta con un dejo de soberbia. Sus actos buscan dejar en ridículo al resto de la población, que se esfuerza en seguir las normas establecidas, como tachando a esas personas de tontas, carentes del “valor” que ellos suponen tener al violar lo establecido.
Lo vemos en la línea de cualquier establecimiento, el personaje que llega y se brinca a todos los formados para que le atiendan primero. Lo vemos cuando buscan que se les retire alguna sanción impuesta por desacato. Amenazan con la palabra y el manoteo a los elementos de seguridad que procuran hacer valer el estado de derecho. El mensaje es terrible: En la sociedad vale más el que más presión mete a sus intereses particulares, al precio que sea.
Muchos de ellos cobijados por expresiones de figuras públicas de relevancia. Viene a mi memoria aquello dicho por López Obrador en una de sus mañaneras: “A mí no me vengan con eso de que la ley es la ley”. Expresión suficiente para que todos los cínicos del país se sintieran arropados y con derecho de hacer valer cualquier desobediencia civil y maltratar a otros nada más porque sí.
Frente a todo esto, traigo a la memoria unas palabras del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung, inicialmente dirigidas a los profesionales de la salud que él preparaba, pero aplicativa al resto de la humanidad, en cualquier circunstancia: «Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas, pero, al tocar un alma humana, sea apenas otra alma humana.» A ratos parece que es lo que olvidamos, que dentro de cada uno de nosotros mora un alma sensible que siente y anhela, se esfuerza y también sufre, y que ninguna posición política, ni económica ni social, da derecho a nadie para tratar con desprecio a otra persona. Y que, precisamente, actuar así, solo da cuenta de la limitada calidad humana de quien lo hace.
Es muy difícil hablar sobre “valía”, entendiendo esta, en el caso de personas, de acuerdo con la RAE, como la calidad de una persona que vale. Yo añadiría, de mi propia cosecha, que una persona vale desde el primer momento de su existencia, independientemente de sus méritos, pero claro, hay que decirlo, habrá elementos que nos lleven a considerar que alguien que trata con respeto y bondad a otros, se ha ganado un mayor aprecio de parte de la sociedad.
Quien actúa con cinismo no ha llegado al fondo de las cosas para entender de qué va la vida. Su actitud violenta para con otros da cuenta de ello. ¿Qué hacer, entonces? Yo sugeriría: Plantarnos frente al espejo y de manera por demás honesta revisar cómo tratamos a los demás, aun aquellos que no conocemos o que no han hecho nada para favorecernos. Y una más: Llevar a cabo un ejercicio de otredad y tratar siempre bien a quien se cruce frente a nosotros. No sabemos cuanto carga su mochila ni imaginamos de que manera un simple gesto amable podría hacer una gran diferencia en su vida.
Con la siembra de estos mínimos actos de empatía todos salimos ganando. Así que: ¡Vale la pena intentarlo!
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